Una de las cosas que más trabajo nos cuesta es la de
someter nuestra voluntad a la orden de otra persona.
Vivimos en una época donde se rechaza cualquier forma
de autoridad, así como las reglas o normas que todos debemos de cumplir. La
soberbia y el egoísmo nos hacen sentir autosuficientes, superiores, sin rendir
nuestro juicio y voluntad ante otros pretextando la defensa de nuestra
libertad.
Esto lo digo, porque al visitar una plaza en San Lucas
mis nietos y yo vimos a un niño correr, su mamá le grito no corras, el niño la
desobedeció, se cayó, y se puso a llorar.
Después de comprarnos una nieve, mis nietos y yo nos
sentamos y fue ahí cuando les deje estas palabras.
Parece claro que el problema no radica en las personas
que ejercen una autoridad como con esta mamá que le dijo a su niño: “No corras”.
La seguridad y la armonía entre las personas están dentro de nosotros mismos.
Debemos evitar caer en el error de sentir que obedeciendo nos convertimos
inferiores y sumisos caracterizados por una libertad mutilada.
Cuando yo fui cadete, me enseñaron que para saber
mandar, primero hay que obedecer.
También mi abuelo, cada vez que nos sentábamos a
platicar en lo que él llamaba “La Hora del Amigo” me pedía que yo fuera
obediente.
Debe quedar claro, la obediencia no hace distinciones
de personas y situaciones, para que sea realmente un valor, debe de ir
acompañada de nuestra voluntad de hacer las cosas, agregando nuestro ingenio y
capacidad para obtener mejores resultados de lo esperado.
En cuanto terminamos nuestro helado, les pedí que fuéramos
en busca de mi esposa y de su mamá, y de inmediato obedecieron. Así de sencilla
es la OBEDIENCIA…